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Cinco horas con Mario

(Ver Leyendo-Ficha técnica)

Mediados de la década de los 60, en una capital de provincias española, una mujer, que ronda la cincuentena, se queda viuda de repente: Su marido sufre un infarto mientras duerme, cuando apenas cuenta 49 años de edad, como reza en la esquela que figura en la primera página,  antes del inicio de la narración propiamente dicha.

Tras el aturdimiento de los primeros momentos en que todo el mundo, amigos y no tanto, se acercan a casa a presentar sus condolencias, Carmen, Menchu para sus amigas, decide pasar la noche velando a su marido en soledad. Los dos solos. El, ella y sus recuerdos. Y poco a poco estos recuerdos se van convirtiendo en reproches. Poco a poco, Carmen va desgranando sus quejas, sus insatisfacciones y sus desdichas. Nos deja ver la decepcionada, contrariada y descontenta vida en común. Pero al tiempo que ella se queja, explicando a su marido el porqué de sus lamentos, mientras le cuenta todo aquello que no se ha atrevido a decirle en vida, podemos ver que la víctima no es ella. O al menos no es solamente ella. Su insatisfecha vida ha sido también una decepción total para Mario. Todo esto es, en parte, por la falta de comunicación en el matrimonio, más habitual de lo que creemos.

Él, catedrático de instituto, escritor y todo lo comprometido intelectualmente que la época permitía -el franquismo estaba en pleno apogeo-, es incapaz de entender las necesidades de su mujer, una mujer al uso, de clase media-alta, más bien tirando a alta, educada para ser esposa, con los estudios justos (“que las niñas que estudian, a la larga son unas marimachos”), las ideas conservadoras de su entorno bien arraigadas, con un concepto de la autoridad muy al gusto de las autoridades competentes (“que si un guardia en un arrebato te da un mojicón, no creas que lo hace por divertirse, ¡qué va!, sino por tu bien, lo mismo que hacemos con los niños”), y con sus frustraciones sexuales (“que entre hombre y mujer hay un instinto, y las chicas con principios, las honradas, las que somos como deben ser, gozamos excitando a los hombres, pero sin llegar a mayores”), su sentido del orden social («que por muchas vueltas que le des, la Inquisición era bien buena, porque nos obligaba a todos a pensar en bueno, o sea en cristiano. Una poquita de Inquisión nos está haciendo falta, créeme») y sus extraños principios caritativos y religiosos (“¿Qué mal hacemos jugando al bridge por los pobres?” o “porque si ya no hay pobres, como vamos a cumplir con el mandato de Dios de ejercer la caridad. Si algo ha hecho Cáritas es impedirnos el trato directo con el pobre y  suprimir la oración antes del óbolo, o sea, malmeter a los pobres”).

Ella, de mentalidad provinciana, de derechas, religiosa, sumisa, y no demasiado inteligente, no puede comprender los ideales de su marido que aboga por un mundo más igualitario y más justo que chocan profunda y trágicamente con sus principios grabados en su ser como si estuvieran esculpidos en piedra, (“Una monarquía es otra cosa, la república es, qué se yo, como más ordinaria, desarrapados y borrachos por todas partes. Un asquito, hijo.”). Precisamente su falta de estudios, de cultura o de inteligencia, su mentalidad estrecha, es la que hace que necesite que alguien le marque las directrices: los padres, el marido, la autoridad… Así, obedeciendo las normas que otros la imponen, es como ella se siente a gusto. No tiene que pensar, decidir o responsabilizarse de sus actos. Simplemente obedece las normas.

Esta es una obra muy indicada para el lucimiento de las grandes actrices teatrales: Apenas escenario, un único personaje, un gran monólogo.

Esta es una obra muy indicada para el lucimiento de las grandes actrices teatrales: Apenas escenario, un único personaje, un gran monólogo. La atención del espectador recae continuamente sobre su persona.

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Otra escenificación de la obra, algo más divertida y original.

Otra escenificación de la obra, algo más divertida y original.

Me gusta la forma como está escrita. El soliloquio de la protagonista no tiene una trayectoria lineal, sino en espiral, o zigzag o, quizá sea que no tiene forma ni dirección. Habla con su marido, o mejor dicho piensa en voz alta, como lo haríamos cualquiera de nosotros en la realidad, yendo y viniendo, saltando de un tema a otro y repitiendo a veces lo que ya habíamos dicho, sólo porque nos vuelve otra vez a la cabeza, de manera desordenada, a borbotones.

El resultado de este monólogo es la presentación de su marido, Mario, a los lectores, de una manera muy distinta a como ella lo ve. Es curioso por contradictorio. En su propia boca, la figura de la esposa queda bastante maltrecha mientras que la del marido sale mucho mejor parada, no siendo desde luego esa su intención.

Los comentarios, las ocurrencias, los pensamientos de Carmen, esas «perlas» de sabiduría con que nos regala, que en un principio me parecieron tan graciosas, terminaron dejándome una sensación triste y agridulce, al ver lo acertadamente que Delibes refleja a la mujer de esa época. No a una o a dos, sino a toda una generación. O a una buena parte de ella.